sábado, 29 de abril de 2017

La especie extinguida

(de Gabriela Lezaeta)

Ella viajó en un bus para conocer el último árbol que existía en la tierra. Imponente y solitario se alzaba en la entrada de este museo. Se desplegaba frondoso, gigante, vivo entre cúpulas de cemento, brillante con tanto rocío que cada tres minutos exactos le caía en una lluvia finísima e imperceptible. Pizarras luminosas daban a conocer leyendas sobre lo que fue esa especie que llegó a constituir bosques. Tras largos estudios se logró cultivar esta única muestra en un laboratorio. Cientos de pájaros artificiales volaban alrededor de él. Hermosos, de variados colores, hechos de xinox*, producían un zumbido similar al de las abejas de la antigüedad, según explicaban los letreros azules y amarillos que encendían y apagaban sus circuitos eléctricos alternativamente. Con gran disciplina y obediencia frente a las instrucciones, los visitantes formaban una extensa fila. Sólo disponían de los exactos tres minutos entre una lluvia de rocío y otra, para contemplar a gusto el extraño árbol.


Equiszeta se encontraba finalizando una investigación científica y esta muestra del pasado le pareció sorprendente. Iba ella avanzando en la fila despacio tras un hombre anciano que dijo tener apenas doscientos ochenta años. En un momento se detuvo el serpentear de la fila a través del museo, el sujeto volvió la cabeza y le habló. Equiszeta lo miró sorprendida por lo inusual de su apariencia física y de su actitud acogedora. En un mundo en que la raza era una sola, en que todos eran clones estáticos, de facciones iguales, en que la costumbre de raparse los cabellos parecía uniformar personalidades, él se mantenía diferente. Tenía la nariz más larga, los ojos cansados, pero su mirada era dulce y complaciente.

Mi bisabuela- le dijo- me contó cuán impresionantes eran los bosques, llenos de olores, de pájaros vivos. Nadie hablaba ni hacía comentarios de esta especie, pero una corriente de simpatía y curiosidad le hizo seguir la conversación con el desconocido y eso era tan raro como el árbol. 

Cuando el aire empezó a hacerse agobiante una brisa fría y perfumada refrescó el ambiente. Los ventiladores y los abanicos trabajaban bien. Se encendió el cielo artificial imitando una aurora boreal.

¿Y por qué dejaron de existir los bosques?- se atrevió a preguntar ella. 

El hombre, con sus cientos de años escondidos tras las pupilas, le contestó con amabilidad: 

Al principio fue la contaminación, la destrucción; luego, cuando ésta fue dominada ya era tarde; se ocupó además cada metro de terreno para dar cabida a tantos millones de seres humanos que como yo y tú tenemos derecho a ocupar un espacio en el mundo. 

Equiszeta miró por última vez el abeto gigante, esa pirámide de hojas de singular brillo, debido a la aplicación de las hormonas de laboratorio y a los cuidados que le proporcionaban. 

El desfile avanzó y a Equiszeta, le quedaba el último metro de árbol. Volvería, aunque tuviera que viajar nuevamente de un continente a otro. Se estableció una misteriosa comunicación entre ella y el abeto. Mentalmente se introdujo en su fronda, en su verde espesura, en el pasado. Colgó columpios, imaginó telas de araña, insectos. Bien valía la pena haber venido a conocerlo y estaba extasiada con la experiencia. 

Tenía que irse, olvidar la maravilla, consolándose con los paisajes tridimensionales de la pantalla gigante, las arboledas de acrílico, los abanicos y los pájaros de xinox. En ese momento algo rodó hasta sus pies y supo que era un regalo muy especial. Un pequeño cono del cual se reproduciría vida en abundancia. Recogió el fruto con avidez, lo escondió en su regazo y en un profundo silencio de oración esperanzadora siguió su camino hacia el futuro.

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